Los libros de autoayuda que tanto abundan en el
mercado, a pesar de provenir de distintas fuentes filosóficas y ofrecer la guía
de corrientes psicológicas dispares, comparten una idea común repetida hasta el
cansancio: “Todo depende de nosotros mismos, todo depende de nuestras
decisiones”. El objetivo es claro: con esta convicción sentiremos mayor
responsabilidad por nuestras decisiones, trataremos de que éstas sean las
mejores, las que más favorecen nuestro desarrollo y plenitud, y la felicidad
estará definitivamente al alcance de nuestras manos. Por otro lado nos
libraremos de las influencias negativas de nuestro entorno y seremos autónomos
de aquellas personas maliciosas que intentan manipular nuestros
comportamientos. Óptima idea, pero me pregunto, ¿es realmente así?
Por otro lado una convicción tan drástica puede
embargarnos de sentimientos de culpa cuando las cosas no funcionan bien. En mi
consultorio de psicoterapeuta me encontré con muchas personas que acreditaban
que sus enfermedades (sea un cáncer, un reumatismo o cualquier otra cosa) eran
fruto de sus propias decisiones. El dolor de la enfermedad se agravaba con
innecesarios sentimientos de culpa.
¿Somos de verdad los únicos responsables de
nuestro crecimiento y destino? ¿O se trata simplemente de un slogan útil para
nuestro desarrollo personal, pero que no resiste la mínima confrontación con la
realidad?
Basta que hagamos memoria de las cosas que nos
sucedieron la semana pasada para que tengamos que poner en discusión ésta, la
máxima suprema de la autoayuda, “todo depende de nosotros”. Digámoslo
abiertamente y aceptémoslo con una buena dosis de humildad: no sucede así en la
vida real. Planifiqué salir a correr por el parque y me asomo a la ventana para
ver que llueve con ganas; pensábamos ir a comer con mi esposa, y la menor de
nuestras hijas tiene fiebre. Estamos cansados y queremos irnos a dormir
temprano y esa tarde caen visitas.
Y no sólo nos llegan situaciones que nos arruinan
los planes; otras veces, nos suceden cosas inesperadas y hasta no buscadas que
mejoran nuestra vida. Por ejemplo, me ofrecieron un trabajo de unas horas
semanales que me redondea el sueldo y sinceramente no esperaba. El día para el
que desde meses estamos preparando una salida en familia, se presenta
radiante. En este matear con la vida, a veces nos toca cebar y en otras
ocasiones la rueda del mate la decide ella.
No todo lo bueno que nos pasa es mérito nuestro,
hay cosas que nos vienen regaladas. No todo sufrimiento es culpa nuestra,
ciertas desgracias nos tocan a nosotros como hubieran podido tocar a otros. Por
lo tanto al lado de nuestros méritos y culpas hay regalos y pruebas. Esto pone
en evidencia una capacidad que juntamente con nuestra voluntad y decisión es
muy importante: nuestra actitud de acogida y de respuesta. No somos seres que
voluntariamente deciden todo lo que les pasa. Estamos también llamados a
recibir y responder a cosas que agradables, ingratas o neutras se nos van
presentando en todo tiempo y que son como los mates que nos ceba la vida. Es
verdad que aún allí hay una decisión que nos compete: ¿con cuál actitud
aceptaremos ese mate?
Es cierto que el mate puede estar muy caliente,
dulce cuando nos gusta amargo o digestivo y medicinal con hierbas aromáticas.
¿Diremos un distraído “no, gracias”?, ¿lo tomaremos sin disfrutarlo?
Cuando la vida nos ofrece algo bueno queda por
definir cuánto hay de mérito nuestro y cuánto de regalo de la propia existencia
o de otras personas. Si es un trago amargo el que nos toca asumir, cuánto de
sufrimiento inocente y cuánto de culpa propia o de otros.
Y salvamos así la gran fuente de autonomía y
libertad que tanto se busca en los libros de autoayuda: la relacionalidad. Una
buena relacionalidad con Dios así como lo concebimos, o con realidades
trascendentes, con los demás, con las cosas y con los acontecimientos nos
permiten movernos conscientes de nuestro valor, de nuestros defectos y de
aquellos privilegios que nos tocan simplemente por estar vivos. Y no perderemos
ese sano realismo con nosotros y con las cosas, al que santa Teresa de Ávila
llamaba el “andar en verdad”.
Viktor Frankl, médico psiquiatra fundador de la
escuela antropológica de la Logoterapia, pasó por el infierno de Auschwitz.
Vivía en Viena durante el nazismo y como era judío, fueron perseguidos él y su
familia. Un dolor inocente. Entre las cosas que más lo angustiaban estaba la
posibilidad de que sus investigaciones sobre la psicología escritas en un libro
no publicado se perdieran. Llevó el libro manuscrito escondido en el forro de
su sobretodo. Pero en el campo de concentración la inhumanidad lo sorprendía en
cada momento hasta lo indecible. Años después contó su experiencia en un libro
llamado El hombre en busca de sentido. Allí se lee:
“Sucedió al abandonar mi ropa y heredar, a
cambio, los harapos de un prisionero enviado a la cámara de gas nada más poner
los pies en la estación de Auschwitz. En vez de las muchas páginas de mi libro
encontré en el bolsillo de aquella andrajosa chaqueta una única página,
arrancada de un libro de oraciones en hebreo, con la más sublime oración judía:
Shema Israel. ¿Cómo interpretar esa “coincidencia” si no en términos de un
desafío para vivir mis pensamientos en vez de limitarme a exponerlos en un
papel?”La vida ofrece dolores, la vida regala cosas, pero en el fondo, como nos
enseña Frankl desde la cátedra de la vivencia, se trata de desafíos. Tratemos
de interpretar las “coincidencias”. No nos preguntemos sólo por el ¿qué hacer?
sino también por el ¿qué me quiso decir? Distingamos luego nuestros méritos,
los dones, los sufrimientos inocentes y los que poseen nuestra responsabilidad.
Y entre la acogida y la respuesta tejamos nuestra historia. Si la vivimos así,
la vida no será vana. Y ahora paso el mate.
Lic. Roberto Almada
Revista Ciudad Nueva, Nro 544